Un día Groucho Marx, el cómico más influyente del siglo 20, pidió detener el mundo porque se quería bajar.
Ni dos guerras mundiales, ni la amenaza nuclear, ni decenas de conflictos regionales, ni los terroristas árabes, nadie…solo un virus que mide 5 micras -cinco millonésimas de un metro- tomó en serio la broma de Groucho y paralizó el planeta.
Hace varias semanas la Tierra cerró hasta nuevo aviso, lo cual tendrá repercusiones apocalípticas -según los profetas de la economía-, pero su impacto será devastador en otro ámbito: la mente.
Aislados en sus casas, la sociedad de la información es un hueco negro que impide a los humanos sacar de si mismos el gesto más común en toda la especie, para conservar el equilibrio mental: sonreir.
Negarnos al contacto pueden traer serias consecuencias, la primera es la violencia. Algunos expertos en el estudio de las emociones indican que los conductores tienden a ser más agresivos, porque no pueden captar bien los mensajes no verbales de los demás.
Lo contrario sucede con los peatones. En la calle, nadie se exacerba porque un caminante le obstruya el paso, lo adelante, o lo empuje. Esto ocurre así porque el contacto visual les permite comprender el estado de ánimo de los otros, y reaccionar positivamente.
Entre esos contactos está la sonrisa, un gesto común en todos los humanos de cualquier cultura o estadio de civilización, desde los bosquimanos de Tanzania hasta los millenials neoyorkinos.
La sonrisa genuina – o aún la falsa- es esencial para el desarrollo de la autoestima, las personas son más felices y hacen sentir más felices a los demás; y -además de la función social- tiene consabidos efectos terapeúticos.
Entre ellos: inhalar más y mejor el oxígeno, activar el sistema inmunológico, prevenier resfríos, tos y dolores de garganta; por eso es la mejor vacuna contra el COVID-19. Bastan 15 a 20 minutos diarios de risa para sentirse frescos todo el día.
El mundo puede estar detenido, pero una sonrisa lo moverá de nuevo.